SOBRE GÓNDOLAS Y GOLONDRINAS

 
 


Nido de golondrina. Despoblado de Villanueva de Jalón. Aragón.

 

IV

GOLONDRINAS

Las golondrinas siempre me han parecido los árbitros del cielo, aunque con  pantalón cambiado y el silbato destartalado. El cielo y yo estamos de acuerdo, cuando las vemos emanar de la nada, a mediados de abril, en que su gorjeo es sinónimo de revelaciones e hitos que se repiten, aunque como dice el refrán, el regreso de una de ellas no premedita el verano.

¿Quién les puso tan maravillosa corbata blanca? Porque les queda bien. De buen sastre deben disponer allá de dónde invernan. Un profesional de los trajes de pluma y cola, más discreto y sencillo que los complicados científicos que ,ascéticamente, las denominan "hirundo rusticas".

En lo segundo, sin lugar a dudas, acertaron, pues las golondrinas van allí donde marchan los pueblos: a los llanos amarillos o a los serrijones pardos; entre encinares solapados o a caballo de largos campos de cereal. Más rústicas que ellas no las habrá, ni en pintura, por mucho que se empeñen las cigüeñas, otras amables rústicas, pero más eclesiásticas y amantes de los campanarios. Pero no saben latín. Tal vez huyeron entonces de las iglesias, a diferencia de sus vecinas, para que los párrocos no las atosigasen con misales y sermones ¿Será "hirundo" sinónimo de laicas?

Laurentino, un viejo extinto y de noble memoria, me contó algo más sobre las golondrinas. Él, que sus dotes de biólogo y conocedor de la fauna serrana vienen de largo. Ochenta años de cátedra, avalada por unas cuantas tierras, cuatro mulas, cinco hijos, dos fusiles, un hermano fusilado en las tapias del cementerio y tanta hambre como un regimiento de soldados vagando por el sertón brasileño en busca de una inexistente caatinga poblada de yagunzos. Interminable formación académica la de este buen campesino, que sentado en una piedra, junto a la voracidad de la sombra, se esforzaba por referirme el origen de las golondrinas.

Hirundo rústica, Laurentino.
-¿Eso qué son? -preguntábase apoyando ambas manos en la curva de su bastón.
-Golondrinas. Esas mismas cuya hilera de crías ya cuelgan de los cables del tendido.
-Ahora sí te entiendo. Es que si no, me parecías a Don Donato, el cura que teníamos en la parroquía, que cómo te le gustaba el vino.
-¿El latín no es lo tuyo, verdad?

El latín no ayudó nunca a Laurentino a guardar sus garnachas de las pedriscas, sino que más bien fue la causa de los más variados disgustos, el último el de confundir las golondrinas con una sentencia de Cicerón. Pero cuando mira hacia arriba, al discreto ovario de tierra de donde salen las crías, por encima de nuestro par de cabezas, sonreía:

-Las golondrinas son góndolas con alas. Tan blancas como la camisa de un gondolero. Tan negras como el calafeteado de tales barcas.
-Góndolas en pleno pueblo ¿También eres poeta, Laurentino?
-Los hombres de campo somos unos de los géneros de poetas mas callados. Ya sabes, preferimos pasar por ineptos, así nos dejen más tranquilos.

Laurentino frunció el ceño y continuó:

-A lo que iba, déjame que te cuente su historia, porque nuestras golondrinas protegen del olvido y hacen bien del dicho que debemos volver a los sitios que uno siempre amó.
-Te escucho atentamente -concluí, presa de la curiosidad.

Laurentino me habló del vecino despoblado de Villanueva de Jalón, un amasijo de muros y tejados sombríos que cuelgan de una cresta, colgados como un jamón, sobre la corriente del río y de la vecina línea de ferrocarril. Donde sube caminando más de un par de mañanas a la semana, aunque durante el periodo estival, y salvando las horas de caluroso ímpetu, se acerca hasta allí. Adobe, caña y viento olvidado. Abandonado en la década de los cincuenta. Con una iglesia cuya torre mudejar es lo único que se salva de la desdicha, pero es un decir. Un receptáculo bellísimo, de ladrillos cruzados, cuyo mensaje le valió el título de ser patrimonio uiversal de no se qué.

Villanueva es la patria de las golondrinas. Los hombres se fueron pero las aves no. Nunca. Y para prueba de botón, los innumerables nidos que acogotan las vigas de las estancias que aún quedan en pie. Los nidos de las rústicas. De las golondrinas. Un prodigio de la orientación y de la fidelidad. Las golondrinas siempre regresan en primavera. Comenzaron agazapadas en los roquedales. Después sus músculos se sintieron atraídos por la invisible presencia del campesino que rotura los fundos. Vieron pueblos. Casas apiñadas en el terreno, donde convivían labradores sin mayor fortuna que dar de comer a sus hijos con lo que sacan de los duros labrantíos. Allá se fueron ellas, movidas por el sentimiento de la armonía. Y se acostumbraron tanto a las manos de los hombres, que aprendieron de ellos, sucesivamente, a levantar sus respectivos hogares. Obraron las generaciones: romanos, visigodos, moriscos y cristianos. Y cuando vieron cómo sus gigantes trabajaban el barro amarillo, en tan extrañas facas, que no albergaban filo sino perfectos cudrilateros de adobe, pensaron que las manos de los hombres podían ser el pico de las aves.

Nadie se sorprendió, entonces, cuando las golondrinas mostraron sus creaciones de barro, procedente del lecho húmedo de charcos y acequias, y se hicieron compañeras de la geografía rural en los enclaves apartados, como Villanueva de Jalón. Íntimas colaboradoras de los amaneceres aragoneses, que de año en año, regresaban al mismo nido, que ningún convecino osaba romper, pues sabía que las avecillas eran sinónimo de suerte y buenaventura. Primero el macho, y una semana después, la hembra del año anterior, si en ninguno de los dos había obrado la escopeta o el deceso.

Pero así como aprendieron los hombres a amarlas y honrarlas, sobrevino el éxodo a las ciudades, y los pueblos menguaron como consecuencia de la emigración. No fue muy perceptible al comienzo, para cuando en los primeros inviernos, los bancales se atoraron con altas hierbas y los almendros brotaron con más aspereza que bondad, los hombres ya casí habían desaparecido de muchos pueblos. Las góndolas no se fueron con ellos, sino que, al alba de algún día cualquiera, se mudaron también, con sus nidos, pero al interior de las estancias vacías. Pajares desvencijados. Salones agotados. Cuadras salpicadas de soledad. Desvanes exiliados.

Así es cómo, ahora, observo el nido colgado de una viga atareada en sostener las ruinas de un antiguo hogar. Hemos venido a rendirlas un justo homenaje. Qué terrible es el abandono. Nuestras góndolas lo saben. Son aves que navegan por los canales de la ruina, haciéndonos saber cuánto hemos perdido en direccion contraria. El pueblo en harapos. Las golondrinas cobijándose en lo queda de sus telas. Lo único que no se cae.

-Laurentino, somos muy afortunados. Las golondrinas vienen de las góndolas. Las góndolas nos salvan del olvido.

 

Miércoles, 20 de agosto de 2008

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Para escritos breves como éste, hay que dar gracias a muchas fuentes. A la vida, generosamente. A nuestros padres, que nos han otorgado el sello de muchos de los valores con los que andamos. A nuestros aconteceres, más particularmente, por cuanto andamos sobre ellos, a través de los años que nos ven crecer, con mayor o menor entrega, en cada caso. A nuestros amores, porque sin ellos, los sentidos serían una miseria, o cuanto más, una vulgaridad de placer. Habida cuenta que, elegir los caminos que se alejan de la rutina, conlleva desviarse de lo que es normal en nuestra sociedad, en grado proporcional a nuestra audacia. Cuanto más alejados, mayor es la amplitud de miras, pero también mayor la pérdida de supuestos logros materiales. Se podría pensar que cuanto más nos alejamos de una línea establecida, menos nos divertimos, viajamos, follamos o bailamos el último éxito de las discotecas. Parece razonablemente cierto. y produce cierta tristeza cuando concluyes que no hay almas en el mismo número que escapen hacia ese rango de diferencia. Las golodrinas deberían venir a poner sus nidos a éste lado de la libertad. Situar gruesos parapetos de adobe en las sienes de unos cuantos locos. Menos mal que personajes ficticios o reales como Laurentino nos hacen sentir lo contrario. Ficticios hasta cierto punto. Porque Laurentino existe, aunque no vive cerca de Villanueva de Jalón. 

Laurentino es real. Es el más viejo de un pueblo leonés. El más viejo y es que más se rasca la cabeza. Frente blanca pero curtida en el crisol de la montaña. Capaz de buena conversación y amable con los desconocidos. Con quien los caminantes, de bajada de un camino que se acerca a un molino allá arriba en los collados, se inscriben en una redada de anécdotas e historias. Me refiero a Pío de Sajambre. Allí se tomó al personaje. Que no hubiera sido posible sin otra familia que ofreció su hospitalidad y convivencia.

Villanueva de Jalón también existe. Es un despoblado singular, situado en el extremo de una cresta coronada por las ruinas de un antiguo fortificado. Por debajo corren las aguas del Jalón, que describe una curva, hasta el azud, y luego viaja inconstante, entre muelas, hacia Embid de la Ribera. Así de soberbio y agreste es Aragón por allí. Casas descolgadas, expropiadas por el olvido. Por allá también caminamos. Largo y tendido. Deteniéndonos a cada rato. Una iglesia mudejar, patrimonio de la Unesco, pero más del olvido. Con un cementerio abandonado detrás, tranquilo y apacible, carcomido por la vegetación y donde no se rinde cuenta, para nada, del lugar que era, salvo por dos sólidas lápidas de piedra, donde descansan seres como tantos otros, que vivieron y nos dejaron, deudores de una generación precedente, que olvida y hace suyo "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". Una plaza, con un muro con escalera de acceso a la segunda planta: señalan los viejos que se trata de la antigua casa del pueblo y de las escuelas. Y en el interior de las estancias a las cuáles todavía se puede entrar, pero con peligro de que sobrevenga un cascote o bofetada de adobe, el nido de las amables golondrinas, las que nunca se van, las que sostienen el olvido.

Golondrinas que son aves paseriformes y de "hirunda rustica" de nombre femenino. Golondrinas como el nombre de una localidad mexicana de Chiapas o de una comuna argentina de Santa Fe. Golondrinas presentes en casi todos los rincones de nuestras geografías, pero que en mi península, abundan en los pueblos, y las recordamos en los amaneceres, gorjeando como ruiseñores más tímidos. Digo nosotros, porque hablar de mí es como hablar de unos cuantos en quienes me represento y comparto el pensamiento riguroso de la memoria. Quién no se ha despertado con ellas. O con la posibilidad de que sea cierta esta historia que Laurentino cuenta.

Estas aves, en blanco y negro, son como el refugio del alma cuando atosiga el peso de la nostalgia. Siempre vuelven. Poblaron alguna vez la otrora marranera de la casa de mis abuelos, y nadie osó retirar el nido. Otras veces en los aleros, bajo las tejas, de la misma casa palentina. Pero también, en toda suerte de pueblos: gallegos, castellanos, aragoneses, manchegos, andaluces o catalanes. Incluso pareció imaginarlas en los canchales andinos, o en las orillas de los cajones chilenos. Las golondrinas, en efecto, son góndolas. Góndolas que navegan en dirección contraria al olvido.

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Golondrina pintada en la página 37 de mi diario 
 

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 Con estas palabras contribuyo a sostener un modo de vida, diferente, que estalla con la pólvora de seres generosos que están o están por venir, que me rodean y ofrecen lo que tienen: tan poca plata como muchos; tanto corazón como son capaces. Aunque la convivencia tan cercana nos imponga la gran responsabilidad de respetar y guardar los sentimientos tan íntimos compartidos. Quebrar esa norma no escrita sería tan doloroso como quemar un bosque de encinas centenarias. He visto familias, hijos, madres, abuelos. También recordado amigos viejos. Amado seres maravillosos sobre los cuales se impone el cándado sobre lo que me comparten. Así es y se da la paradoja de que el mismo secreto es la llave de la creación literaria más bella: el realismo mágico.  Gracias por darme esa libertad y responsabilidad.