ES INEVITABLE

 

 
ES INEVITABLE
 
Es inevitable
tan lejos, amarte
en mi soledad de golondrina
si el sertón arde
como una zamba perdida
y tú, azud y barro
estás queriéndome
tanto.
 
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La naturaleza nunca deja de sorprendernos. Recuerdo que en la mitología de mi tierra siempre está presente la furia de los bosques. Las hojas, enveses o reveses, son la carne ingenua que hay se sostiene, en el aire. A ras de tierra, la imaginación es más voraz y oscura. Surge, en el umbral de un tronco muerto, junto al musgo, una cría de roble. Sí. Un rasgo de árbol. Un vértice de amor. Que a veces lo tenemos lejos, y por estar lejos, nos hace un poco más animales alevosos.
 
¿No tenéis la sensación de que la distancia genera asimismo un poder invisible? Quizás no sean más que supersticiones. Pero es que, viendo los comentarios de la entrada anterior, tan voluminosos, tan frondosos, hace que el cuento se quede pequeño. Escribir demasiado aquí, sería empequeñecer el poema. Mirad qué espléndida reflexión: "Para desviarse de lo que marca la sociedad y alejarse de la rutina, hay que vestirse de valor, asumir riesgos con osadía y utilizar la audacia moderada con la razón". Añado que también beber algo del elixir de la alevosía.
 
 

SOBRE GÓNDOLAS Y GOLONDRINAS

 
 


Nido de golondrina. Despoblado de Villanueva de Jalón. Aragón.

 

IV

GOLONDRINAS

Las golondrinas siempre me han parecido los árbitros del cielo, aunque con  pantalón cambiado y el silbato destartalado. El cielo y yo estamos de acuerdo, cuando las vemos emanar de la nada, a mediados de abril, en que su gorjeo es sinónimo de revelaciones e hitos que se repiten, aunque como dice el refrán, el regreso de una de ellas no premedita el verano.

¿Quién les puso tan maravillosa corbata blanca? Porque les queda bien. De buen sastre deben disponer allá de dónde invernan. Un profesional de los trajes de pluma y cola, más discreto y sencillo que los complicados científicos que ,ascéticamente, las denominan "hirundo rusticas".

En lo segundo, sin lugar a dudas, acertaron, pues las golondrinas van allí donde marchan los pueblos: a los llanos amarillos o a los serrijones pardos; entre encinares solapados o a caballo de largos campos de cereal. Más rústicas que ellas no las habrá, ni en pintura, por mucho que se empeñen las cigüeñas, otras amables rústicas, pero más eclesiásticas y amantes de los campanarios. Pero no saben latín. Tal vez huyeron entonces de las iglesias, a diferencia de sus vecinas, para que los párrocos no las atosigasen con misales y sermones ¿Será "hirundo" sinónimo de laicas?

Laurentino, un viejo extinto y de noble memoria, me contó algo más sobre las golondrinas. Él, que sus dotes de biólogo y conocedor de la fauna serrana vienen de largo. Ochenta años de cátedra, avalada por unas cuantas tierras, cuatro mulas, cinco hijos, dos fusiles, un hermano fusilado en las tapias del cementerio y tanta hambre como un regimiento de soldados vagando por el sertón brasileño en busca de una inexistente caatinga poblada de yagunzos. Interminable formación académica la de este buen campesino, que sentado en una piedra, junto a la voracidad de la sombra, se esforzaba por referirme el origen de las golondrinas.

Hirundo rústica, Laurentino.
-¿Eso qué son? -preguntábase apoyando ambas manos en la curva de su bastón.
-Golondrinas. Esas mismas cuya hilera de crías ya cuelgan de los cables del tendido.
-Ahora sí te entiendo. Es que si no, me parecías a Don Donato, el cura que teníamos en la parroquía, que cómo te le gustaba el vino.
-¿El latín no es lo tuyo, verdad?

El latín no ayudó nunca a Laurentino a guardar sus garnachas de las pedriscas, sino que más bien fue la causa de los más variados disgustos, el último el de confundir las golondrinas con una sentencia de Cicerón. Pero cuando mira hacia arriba, al discreto ovario de tierra de donde salen las crías, por encima de nuestro par de cabezas, sonreía:

-Las golondrinas son góndolas con alas. Tan blancas como la camisa de un gondolero. Tan negras como el calafeteado de tales barcas.
-Góndolas en pleno pueblo ¿También eres poeta, Laurentino?
-Los hombres de campo somos unos de los géneros de poetas mas callados. Ya sabes, preferimos pasar por ineptos, así nos dejen más tranquilos.

Laurentino frunció el ceño y continuó:

-A lo que iba, déjame que te cuente su historia, porque nuestras golondrinas protegen del olvido y hacen bien del dicho que debemos volver a los sitios que uno siempre amó.
-Te escucho atentamente -concluí, presa de la curiosidad.

Laurentino me habló del vecino despoblado de Villanueva de Jalón, un amasijo de muros y tejados sombríos que cuelgan de una cresta, colgados como un jamón, sobre la corriente del río y de la vecina línea de ferrocarril. Donde sube caminando más de un par de mañanas a la semana, aunque durante el periodo estival, y salvando las horas de caluroso ímpetu, se acerca hasta allí. Adobe, caña y viento olvidado. Abandonado en la década de los cincuenta. Con una iglesia cuya torre mudejar es lo único que se salva de la desdicha, pero es un decir. Un receptáculo bellísimo, de ladrillos cruzados, cuyo mensaje le valió el título de ser patrimonio uiversal de no se qué.

Villanueva es la patria de las golondrinas. Los hombres se fueron pero las aves no. Nunca. Y para prueba de botón, los innumerables nidos que acogotan las vigas de las estancias que aún quedan en pie. Los nidos de las rústicas. De las golondrinas. Un prodigio de la orientación y de la fidelidad. Las golondrinas siempre regresan en primavera. Comenzaron agazapadas en los roquedales. Después sus músculos se sintieron atraídos por la invisible presencia del campesino que rotura los fundos. Vieron pueblos. Casas apiñadas en el terreno, donde convivían labradores sin mayor fortuna que dar de comer a sus hijos con lo que sacan de los duros labrantíos. Allá se fueron ellas, movidas por el sentimiento de la armonía. Y se acostumbraron tanto a las manos de los hombres, que aprendieron de ellos, sucesivamente, a levantar sus respectivos hogares. Obraron las generaciones: romanos, visigodos, moriscos y cristianos. Y cuando vieron cómo sus gigantes trabajaban el barro amarillo, en tan extrañas facas, que no albergaban filo sino perfectos cudrilateros de adobe, pensaron que las manos de los hombres podían ser el pico de las aves.

Nadie se sorprendió, entonces, cuando las golondrinas mostraron sus creaciones de barro, procedente del lecho húmedo de charcos y acequias, y se hicieron compañeras de la geografía rural en los enclaves apartados, como Villanueva de Jalón. Íntimas colaboradoras de los amaneceres aragoneses, que de año en año, regresaban al mismo nido, que ningún convecino osaba romper, pues sabía que las avecillas eran sinónimo de suerte y buenaventura. Primero el macho, y una semana después, la hembra del año anterior, si en ninguno de los dos había obrado la escopeta o el deceso.

Pero así como aprendieron los hombres a amarlas y honrarlas, sobrevino el éxodo a las ciudades, y los pueblos menguaron como consecuencia de la emigración. No fue muy perceptible al comienzo, para cuando en los primeros inviernos, los bancales se atoraron con altas hierbas y los almendros brotaron con más aspereza que bondad, los hombres ya casí habían desaparecido de muchos pueblos. Las góndolas no se fueron con ellos, sino que, al alba de algún día cualquiera, se mudaron también, con sus nidos, pero al interior de las estancias vacías. Pajares desvencijados. Salones agotados. Cuadras salpicadas de soledad. Desvanes exiliados.

Así es cómo, ahora, observo el nido colgado de una viga atareada en sostener las ruinas de un antiguo hogar. Hemos venido a rendirlas un justo homenaje. Qué terrible es el abandono. Nuestras góndolas lo saben. Son aves que navegan por los canales de la ruina, haciéndonos saber cuánto hemos perdido en direccion contraria. El pueblo en harapos. Las golondrinas cobijándose en lo queda de sus telas. Lo único que no se cae.

-Laurentino, somos muy afortunados. Las golondrinas vienen de las góndolas. Las góndolas nos salvan del olvido.

 

Miércoles, 20 de agosto de 2008

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Para escritos breves como éste, hay que dar gracias a muchas fuentes. A la vida, generosamente. A nuestros padres, que nos han otorgado el sello de muchos de los valores con los que andamos. A nuestros aconteceres, más particularmente, por cuanto andamos sobre ellos, a través de los años que nos ven crecer, con mayor o menor entrega, en cada caso. A nuestros amores, porque sin ellos, los sentidos serían una miseria, o cuanto más, una vulgaridad de placer. Habida cuenta que, elegir los caminos que se alejan de la rutina, conlleva desviarse de lo que es normal en nuestra sociedad, en grado proporcional a nuestra audacia. Cuanto más alejados, mayor es la amplitud de miras, pero también mayor la pérdida de supuestos logros materiales. Se podría pensar que cuanto más nos alejamos de una línea establecida, menos nos divertimos, viajamos, follamos o bailamos el último éxito de las discotecas. Parece razonablemente cierto. y produce cierta tristeza cuando concluyes que no hay almas en el mismo número que escapen hacia ese rango de diferencia. Las golodrinas deberían venir a poner sus nidos a éste lado de la libertad. Situar gruesos parapetos de adobe en las sienes de unos cuantos locos. Menos mal que personajes ficticios o reales como Laurentino nos hacen sentir lo contrario. Ficticios hasta cierto punto. Porque Laurentino existe, aunque no vive cerca de Villanueva de Jalón. 

Laurentino es real. Es el más viejo de un pueblo leonés. El más viejo y es que más se rasca la cabeza. Frente blanca pero curtida en el crisol de la montaña. Capaz de buena conversación y amable con los desconocidos. Con quien los caminantes, de bajada de un camino que se acerca a un molino allá arriba en los collados, se inscriben en una redada de anécdotas e historias. Me refiero a Pío de Sajambre. Allí se tomó al personaje. Que no hubiera sido posible sin otra familia que ofreció su hospitalidad y convivencia.

Villanueva de Jalón también existe. Es un despoblado singular, situado en el extremo de una cresta coronada por las ruinas de un antiguo fortificado. Por debajo corren las aguas del Jalón, que describe una curva, hasta el azud, y luego viaja inconstante, entre muelas, hacia Embid de la Ribera. Así de soberbio y agreste es Aragón por allí. Casas descolgadas, expropiadas por el olvido. Por allá también caminamos. Largo y tendido. Deteniéndonos a cada rato. Una iglesia mudejar, patrimonio de la Unesco, pero más del olvido. Con un cementerio abandonado detrás, tranquilo y apacible, carcomido por la vegetación y donde no se rinde cuenta, para nada, del lugar que era, salvo por dos sólidas lápidas de piedra, donde descansan seres como tantos otros, que vivieron y nos dejaron, deudores de una generación precedente, que olvida y hace suyo "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". Una plaza, con un muro con escalera de acceso a la segunda planta: señalan los viejos que se trata de la antigua casa del pueblo y de las escuelas. Y en el interior de las estancias a las cuáles todavía se puede entrar, pero con peligro de que sobrevenga un cascote o bofetada de adobe, el nido de las amables golondrinas, las que nunca se van, las que sostienen el olvido.

Golondrinas que son aves paseriformes y de "hirunda rustica" de nombre femenino. Golondrinas como el nombre de una localidad mexicana de Chiapas o de una comuna argentina de Santa Fe. Golondrinas presentes en casi todos los rincones de nuestras geografías, pero que en mi península, abundan en los pueblos, y las recordamos en los amaneceres, gorjeando como ruiseñores más tímidos. Digo nosotros, porque hablar de mí es como hablar de unos cuantos en quienes me represento y comparto el pensamiento riguroso de la memoria. Quién no se ha despertado con ellas. O con la posibilidad de que sea cierta esta historia que Laurentino cuenta.

Estas aves, en blanco y negro, son como el refugio del alma cuando atosiga el peso de la nostalgia. Siempre vuelven. Poblaron alguna vez la otrora marranera de la casa de mis abuelos, y nadie osó retirar el nido. Otras veces en los aleros, bajo las tejas, de la misma casa palentina. Pero también, en toda suerte de pueblos: gallegos, castellanos, aragoneses, manchegos, andaluces o catalanes. Incluso pareció imaginarlas en los canchales andinos, o en las orillas de los cajones chilenos. Las golondrinas, en efecto, son góndolas. Góndolas que navegan en dirección contraria al olvido.

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Golondrina pintada en la página 37 de mi diario 
 

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 Con estas palabras contribuyo a sostener un modo de vida, diferente, que estalla con la pólvora de seres generosos que están o están por venir, que me rodean y ofrecen lo que tienen: tan poca plata como muchos; tanto corazón como son capaces. Aunque la convivencia tan cercana nos imponga la gran responsabilidad de respetar y guardar los sentimientos tan íntimos compartidos. Quebrar esa norma no escrita sería tan doloroso como quemar un bosque de encinas centenarias. He visto familias, hijos, madres, abuelos. También recordado amigos viejos. Amado seres maravillosos sobre los cuales se impone el cándado sobre lo que me comparten. Así es y se da la paradoja de que el mismo secreto es la llave de la creación literaria más bella: el realismo mágico.  Gracias por darme esa libertad y responsabilidad.  

PÍO PERENNIS

 
 


Pío de Sajambre al atardecer. Norte de León.

III

PÍO PERENNIS

El pueblo es como un árbol de piedra perenne . Con los hijos de los hijos que son toda la vida de aquel lugar. Hijos  tan naturales como los juilgueros que cargan con sus siete colores por las arboledas. Pareciera que siempre han estado allí. Naciendo y criando entre horreos, cuadras y tendido eléctrico. Hijos que cambian de nombre pero no de apellido. Hijos que iluminan el cielo de cada año.

Parece que nada cambia o, aún así, no son perceptibles las diferencias. Los hijos tienen sus nietos. Las sombras disponen del sujeto que las alumbra. Las puertas se abren y cierran. El panadero sigue viniendo con la misma relativa frecuencia, aunque en una furgoneta y no en motocarro, o siquiera de caminata, dejando evidencia oral de la mercancia que trae o, como ahora, cambiando las cuerdas vocales por el bocinazo incandescente del vehículo, casi a las diez y cuarto de la mañana, como si tocaran para el rancho.

Las cosas no cambian. Los jilgueros siguen volando igual. Febriles. Acotando su canto. Escapando del vecino que quiere atrapar sus nidos a comienzos de junio. Y los hijos corretean a fuego lento por las callejas, sin solicitar peaje, trazando su andadura al mismo ritmo que el surco del agua recién caída. El tiempo es una sucesión de hitos transparentes. Los apellidos se perpetuan. Los más recientes nacen del mismo vientre y se conjugan con la saliva de los sexos opuestos de otros pueblos del mismo valle. Como una suave vallegamia donde parece que todo perdura con el ritmo y habitualidad de las estaciones.Los jilgueros mudan su pluma. Los hombres se abrigan en mayor o menor medida. El fuego del sol rastrea las pieles todos los veranos y se esconde detrás de los collados en invierno. Los arroyos bajan con el agua que imploran las nubes.

El pueblo está hecho para que las mansas tejas permanezcan. Para que uno se detenga y se vea a sí mismo, detenido, de la mano de la inmovilidad. Ojos prietos. Alrededor nada muere. Todo sigue su trasiego habitual. Con habitantes que despiertan con el alba y vuelven de sus labores con el crepúsculo. Con jilgueros que usan la lengua para volar. Con viento perceptible o ausente.

El cambio es un espejo que devuelve la misma imagen con diferentes matices. Un sólido espejismo. Qué mejor que un pueblo para darse cuenta. Que podemos estar aquí toda la vida, hambrientos de lentitud y como si la realidad, en su manifestación más sólida y profunda, pudiéramos apreciarla así. Que la vida está siempre y se queda, como nos quedamos nosotros con ella. Que todos los días el jilguero pía junto al canalón. Que si no te como a besos podré hacerlo mañana a la misma hora. Que si no soy yo, lo harán mis hijos o mis nietos, con sus zapatitos más pequeños.

 

Imaginado en León, un 7 de agosto de 2008

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Pío de Sajambre es un pueblo del norte de León, muy cerca de las estribaciones de los Picos de Europa. Sembrado con unos pocos habitantes. Una vez allí, e inserto en el medio como si fuera un insecto más de la colonia salvaje o un oso solitario que rebusca manzanas salvajes entre las hayas y fresnos, nada parece que cambia. Pueblos de mi país que, en sí mismos, no se diferencian de los ámbitos rurales de otras geografías, en la medida en que la lentitud, rutina, contemplación, sabiduría y ritmo son características comunes a todos ellos, por citar algunos ejemplos. También, acostumbrados a la globalización, supone otra importante connotación: el pueblo es un reducto de la preservación de las tradiciones, tan necesarias para identificar y distinguirse entre sí.

La cultura popular ha sido denostada porque se ha identificado tradicionalmente con el campesino de boina y azada, de natural inculto y que no acostumbra a leer salvo los salmos de la misa. Pero ahora corren tiempos en que lo popular se enarbola como bandera de reclamo turístico y regreso a nuestros ancestros. Es por ahí por donde los pueblos empiezan a reconocerse como algo valioso y singular. Pero para muchos de nosotros, el pueblo es sinónimo de nuestros padres, abuelos, bisabuelos y una larga lista de ascendientes que se pierde en la vereda de los serrijones genealógicos.

En esa medida, los pueblos nos dan mucha de la razón de ser que hemos perdido y a que veces es de justicia recordar, no tanto para sentirnos originarios de un lugar, o adalides de una reivindicación política, sino para mirar la línea que tejemos en la vida. Razón que es dificil explicar. Solo sabemos evocarla y describirla a través de los sentimientos y de la memoria colectiva de los nuestros. Tiene un sabor poderoso y dulce, tanto si es buena como mala.

Los pueblos nos han parido, mire por donde se mire. Pero también son una realidad frágil y en desuso. Los hijos de los hijos solo van de año en año. Quedan pocos mayores. Los tejados se hunden. Los caminos se empañan. Son la contracorriente de todo lo que en nuestro devenir es común: la luz ultravioleta del metro, la ciudad, el desempleo, la comida rápida, la dictadura televisiva o el genocidio publicitario.

Pero a veces, somos capaces de huir, bien cerca, al otro lado del hormigón, por iniciativa común o invitación de algún ser querido que nos acoge. Entonces, cuando te despiertas y tu mano derecha está sobre un viejo jergón, te das cuenta que: lo que nuestra abuela o madre nos ha contado está más cerca de lo que pensábamos. Este breve cuento da idea de ello, pero también de muchas mas inquietudes, que aumentarán en número en cuanto que cada par de ojos que lo lean y oídos que lo escuchen dispondrá de un número creciente, a su vez, de analogías y curiosidades.

Puede aportar un valor altamente esclarecedor, de acercarse a una realidad tan distina de la leída, la de nuestra vieja península, para aquellos que no viven aquí y les llega otra realidad bien diferente y bastante desajustada. También da buena cuenta de una noción, como es la "filosofía perenne" o "philosophia perennis", de la que es la primera vez que escucho el nombre, pero que fue acuñada por Aldous Huxley y entre cuyas afirmaciones señala que: "el hombre posee una naturaleza doble, un ego fenoménico y un ser eterno que es hombre interior, el espíritu, el destello de divinidad en el alma". Es decir, el soporte de la carne, materíal y físico, sujeta a los rigores de la mortalidad; y la consistencia del alma, inmaterial y espiritual.